ANATOMIA DEL CUADERNO


Vicente Quirarte, “Enseres para sobrevivir en la ciudad” 1994
Ed. Conaculta
El Cuaderno supone por parte del usuario una periodicidad obligada, un proyecto preconcebido, una fidelidad sin condiciones. Para la escritura no exigente de fluidez o continuidad existen las hojas sueltas, la servilleta de café o cualquier otra superficie determinada por la urgencia. Cuando se escribe un libro, hacerlo en un cuaderno constituye la mitad de la victoria: desde el instante en que lo ocupamos, el texto no parece más un conjunto de hojas dispersas, sino un cuerpo unificado por la espiral, la grapa o la costura. De la múltiple fauna de los cuadernos, la tercera categoría es quizá la más exigente porque no admite mutilaciones impunes. En un cuaderno de espiral arrancamos sin mayor problema la hoja traicionera; en el de grapa, con un poco más de maña; pero la libreta encuadernada a la vieja usanza, objeto ya a punto de extinción, no es posible arrancar una hoja sin sufrir consecuencias funestas. 

Si el lugar común del sabio Baudelaire señala que el artista es quien mantiene intacto al niño interno, el escritor, al igual que el pintor o arquitecto, prolonga los fetiches infantiles de los juguetes con que enfrenta su educación elemental. Solo el escritor continúa haciendo tareas –a veces no pedidas- con los mismos instrumentos de la niñez; sólo él persiste en explorar papelerías con la febril ilusión de la nueva entrada a clases; privilegio exclusivo del escritor es estrenar cuaderno, la sensación de libertad y miedo ante un territorio ilimitado donde las traiciones e infidelidades aún lo asechan. 



Quien no recuerda los famosos cuadernos de Paul Valéry, donde alternaban los dibujos, poemas y operaciones matemáticas del maestro contemporáneo del “rigor obstinado”. De los posibles lugares sobre los cuales escribir la palabra Libertad, en el poema que la Resistencia hizo suyo, Paul Éluard no duda desde el primer verso: “Sur mes cahiers d´ecolier, j´écriston nom”. Basta examinar algunos títulos de nuestros escritores recientes para confirmar la vigencia del cuaderno: Los Cuadernos de Marsias, de Carlos Illescas; Cuaderno de Escritura, de Salvador Elizondo, cuya hermosa portada reproduce, precisamente, la cubierta jaspeada de las libretas clásicas; Cuaderno de Noviembre, de David Huerta; El Cuaderno de Blas Coll, de Eugenio Montejo. 

¿Qué significa en ellos incluir la palabra cuaderno desde el título? Subrayar al lector que tal escritura es fruto de una constancia determinada por la propia estructura del cuaderno. Llamamos cuaderno de bitácora al diario de navegación que lleva el capitán del barco. El cuaderno del escritor es lo más semejante a este diario de pasiones calculadas: sólo el marino auténtico puede descifrarlo, mientras el escritor, en el propio, se limpia de demonios y ofrece el producto terminado. Naturalmente, y por fortuna, no existen fórmulas para el cuaderno del escritor, aunque haya quien cae en la aberración de patentar una Agenda del Escritor. Para escribir, todo cuaderno sirve, desde los humildes cuadernos de portada de manila azul hasta las ostentosas libretas Il Papiro, cuya belleza es solo igual a la del Duomo y las italianas. Otro problema es que mientras más bello es el cuaderno, mayor miedo nos da usarlo. Lo más conveniente, como descubrió el José García de la inolvidable Josefina Vicens, es tener dos cuadernos: uno donde las tachaduras y señalamientos, trasposiciones y flechas que despertaron el odio de los tipógrafos a Balzac y Dostoievski, den testimonio de nuestras más oscuras pasiones, de nuestros continuos fracasos. Y otro donde la escritura fluya con toda libertad. Que corra como un pura sangre sin que se vea la sangre; que salte con pureza sin que la pureza estorbe; que nazca con la naturalidad con la cual se abre una mazorca. Y entonces, cuando nadie nos mire, hay que tomar amorosamente a nuestro cuaderno y decirle aquellas palabras de Luis Cernuda: “Tu no conocerás cómo domo mi miedo/ para hacer de mi voz mi valentía.”

¿y ustedes tiene un cuaderno?

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